Somos la generación de los utópicos,
idealistas e ingenuos.
Guardianes de causas perdidas
que buscan en las cuerdas vocales el
grito exacto y letal
con el que hacer estallar un
parlamento prostituido de promesas.
De acuerdo, somos ilusos, reyes de
universos paralelos.
Herimos,
hacemos revolución,
hundimos la tierra con banderas de
libertad,
hipnotizamos serpientes con corbata,
helamos el fuego de los bombardeos,
honramos a nuestros muertos,
hojeamos libros de fantasía
para no habitar en esta cruel
realidad.
Usamos las haches como si fueran
penicilina.
Creamos bombas a partir de migas de
pan.
Y aun así nadie nos ve como héroes.
Nadie nos ve capaces de liberar a los
imposibles
Y nadie, nadie, nadie… Besaría
nuestros pasos
Aunque caminásemos sobre el agua.
Conocemos el lado oculto de la luna,
tenemos la cura definitiva contra el
cáncer,
podemos lograr la igualdad total,
podemos acabar con la guerra entre
países,
educar a habitantes del presente y no
a adultos del futuro.
Lograremos la paz, tocaremos el aire,
besaremos a la felicidad.
Y aun así nadie nos mira.
Somos el ave fénix renacida de las
cenizas de las flores que cortaron,
la pelota del niño sirio muerto a la
orilla del odio,
las páginas de los libros que
quemaron,
la hierba que ya no crece en
Hiroshima,
el poema más feliz de Bukowski,
las ganas de coger un tren en Atocha,
el alto al fuego contra el poder.
Y aun así nadie nos ve como héroes.
Y aun así nadie nos mira.
Pero es que no se tiene miedo a los
héroes.
No se tiene miedo si no se fija la
mirada.
Ojos que no ven corazón que no
siente.
Y por eso no se atreven a mirarnos.
Porque no somos héroes,
somos soñadores
y eso sí que acojona.